Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.
- Inicio
- 1. La resurrección del Señor
- Síntesis
- 1. La sepultura y el descenso de Cristo a los infiernos
- 2. El hecho de la resurrección de Jesús
- 3. El testimonio del Nuevo Testamento
- 4. Características del testimonio apostólico
- 5. La resurrección de Cristo como objeto de fe
- 6. La exaltación de Cristo como efecto de su Pasión
- 7. El hecho de la Ascensión y su valor soteriológico
- 8. El misterio pascual y el envío del Espíritu Santo
- 2. Jesucristo, Cabeza de la Iglesia y Señor de la Historia
- 3. La segunda venida del Señor en gloria
4. Características del testimonio apostólico

La resurrección de Jesús ocupa el centro de la predicación apostólica, como se ve por los discursos de San Pedro y de San Pablo, incluso los dirigidos a paganos, o los pronunciados en un ambiente de claro rechazo de la resurrección como es el caso del discurso de San Pablo en el areópago (cf. Hech 17, 31), pues la conversión al cristianismo implica necesariamente la fe en la resurrección de Jesús. De ahí que la resurrección del Señor se encuentre explícitamente afirmada en los escritos más antiguos del Nuevo Testamento, que a su vez remiten a una parádosis recibida y de la que se tiene conciencia que hay que transmitir íntegramente. Es decir, remiten a las primeras predicaciones, algunas de las cuales se recogen en Hechos.
Tal es el caso del conocido pasaje de 1 Co 15, 3-8, escrito entre el 53-57, donde el comienzo solemne nos advierte ya de que nos encontramos ante lo esencial de la parádosis: Pues a la verdad os he transmitido lo que yo mismo he recibido: que Cristo (...) resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que se apareció a Cefas, luego a los Once. Después se apareció una vez a más de quinientos hermanos, de los cuales muchos permanecen todavía, y algunos durmieron; luego se apareció a Santiago, luego a todos los apóstoles, y después de todos, como a un aborto, se me apareció a mí. Es clara la solemnidad con que se proclama la resurrección del Señor, así como el empeño en subrayar su realidad, es decir, en el empeño por dejar claro que no pertenece al ámbito de la mera subjetividad de los discípulos. Este empeño se manifiesta entre otras cosas al aducir esa lista de apariciones —con la expresa mención de que aún viven muchos de esos más de quinientos hermanos—, como acontecimientos que garantizan la realidad objetiva de la resurrección del Señor.
Estas afirmaciones constituyen las más antiguas expresiones de la predicación y de la fe en la resurrección de Jesús, como formulaciones que van cristalizando. Cf. p.e., además de 1 Co15, 3-8; Rom 10, 9 (Jesús es el Señor; Dios lo ha resucitado de entre los muertos), Hech 2, 23 ss; 3, 15; 4, 10; 5, 30-31; 10, 37-40; 13, 27-31; 1 P 3, 1-18 ss. etc. Sólo más tarde se pasa a hablar de la resurrección de Jesús en las formas narrativas, es decir, en los relatos evangélicos de las apariciones y del sepuLcro vacío. Estos relatos, como es obvio, están en estrecha dependencia de la fe, firmemente profesada desde el principio, en la resurrección de Jesús: de lo que constituye su afirmación esencial: Verdaderamente el Señor ha resucitado (Lc 24, 34).
Estas narraciones se encuentran en los cuatro Evangelios ocupando los capítulos finales (Mc 16; Mt 28; Lc 24; Jn 20-21), y en Hechos 1, 1-11. Son relatos de una gran sobriedad. Todos ellos hablan de apariciones de Jesús, pero en ninguno se dice que nadie haya visto resucitar al Señor; sólo testifican con sencillez que el resucitado se les ha aparecido. Está claro que ninguno pretende haber sido testigo del acontecimiento de la resurrección de Jesús en cuanto tal. Se testifica la resurrección por el encuentro con el resucitado.
En estos relatos se destaca la continuidad entre el crucificado y el resucitado. Se trata del mismo Jesús, que es reconocido al aparecerse. Se le reconoce, p.e., al hablar (cf. Jn 20, 16), en la fracción del pan (cf. Lc 24,31). A veces, esta identidad queda subrayada incluso en el aspecto corporal. Así p.e., Jesús invita a comprobar mediante el tacto que es él mismo, que tiene verdadero cuerpo (cf. Lc 24, 39), y mostrando las manos taladradas y el costado traspasado, insiste en que este cuerpo es el mismo que fue crucificado ( cf. Jn 20, 27).