Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.
- Inicio
- 1. La resurrección del Señor
- Síntesis
- 1. La sepultura y el descenso de Cristo a los infiernos
- 2. El hecho de la resurrección de Jesús
- 3. El testimonio del Nuevo Testamento
- 4. Características del testimonio apostólico
- 5. La resurrección de Cristo como objeto de fe
- 6. La exaltación de Cristo como efecto de su Pasión
- 7. El hecho de la Ascensión y su valor soteriológico
- 8. El misterio pascual y el envío del Espíritu Santo
- 2. Jesucristo, Cabeza de la Iglesia y Señor de la Historia
- 3. La segunda venida del Señor en gloria
3. El cristiano como “alter Christus”

La efusión del Espíritu Santo tiene como objeto precisamente cristificar a los hombres, hacerlos conformes a la imagen del Hijo, hacerlos hijos de Dios en el Hijo (cf. Rm 8, 14-17). Somos hijos de Dios en Cristo por el Espíritu Santo. "Aquella vida divina que implica la glorificación de Cristo crucificado —leemos en la Enc. Redemptor hominis—, se ha hecho signo eficaz del nuevo don concedido a la humanidad, don que es el Espíritu Santo, mediante el cual la vida divina, que el Padre tiene en sí y que da a su Hijo (cf. Jn 5, 26; 1 Jn 5, 11), es comunicada a todos los hombres que están unidos a Cristo"*.
La cristificación es una real y misteriosa identificación con Cristo, que sólo aLcanzará su consumación en la gloria de la futura resurrección, cuando Él mismo transfigure el cuerpo de nuestra debilidad en un cuerpo semejante a su cuerpo de gloria, según el poder que tiene de someter a sí todo el universo (Flp 3, 21). Con el mismo San Pablo se puede afirmar, en esperanza e incoativamente, que Dios nos ha resucitado y nos ha sentado en los cielos, no sólo con Cristo, sino también en Cristo (cf. Ef 2, 6).
Así, Aquél que era ya semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado, nos hace semejantes a Sí mismo en el orden sobrenatural de la deificación: en la gracia y en la gloria.
Precisamente por esto, podemos decir que Cristo es la fuente de toda santidad. Cristo en cuanto hombre es principio de toda gracia, pues toda la gracia que tienen los hombres es infundida por Él a través de su Humanidad, en cuanto instrumento unido a la Divinidad. La Humanidad del Verbo no es sólo santa, sino también santificante, pues por su santidad son santificados los hombres.
La unión del hombre con Cristo lleva, de por sí, a la identificación del hombre con Él. Por esto, "el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo"**.
Señalemos, finalmente, que la identificación con Jesús —que puede y debe ser una realidad creciente en la vida de todo hombre—, aLcanzará su plenitud sólo al final de los tiempos, cuando nuestro Señor vuelva visiblemente a la tierra como Juez universal (cf. Mt 24, 29-31), y transfigureeste cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo (Flp 3, 21).
En otras palabras, la Historia Sagrada no acaba con el Nuevo Testamento; aún hay un misterio de Cristo que esperamos: la Parusía; por eso, nuestro tiempo —el tiempo de la Iglesia en la tierra— es un tiempo de salvación, ya aLcanzada, pero también es un tiempo de salvación que aún no ha llegado a su definitiva plenitud. Las palabras finales del Apocalipsis expresan esta tensión escatológica, entre el ya sí y el todavía no: ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22, 20).