Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.
- Inicio
- 1. La resurrección del Señor
- Síntesis
- 1. La sepultura y el descenso de Cristo a los infiernos
- 2. El hecho de la resurrección de Jesús
- 3. El testimonio del Nuevo Testamento
- 4. Características del testimonio apostólico
- 5. La resurrección de Cristo como objeto de fe
- 6. La exaltación de Cristo como efecto de su Pasión
- 7. El hecho de la Ascensión y su valor soteriológico
- 8. El misterio pascual y el envío del Espíritu Santo
- 2. Jesucristo, Cabeza de la Iglesia y Señor de la Historia
- 3. La segunda venida del Señor en gloria
8. El misterio pascual y el envío del Espíritu Santo

En el Nuevo Testamento la relación entre Jesús y el Espíritu es señalada en un doble aspecto, como dos líneas que convergen. En primer lugar, Jesús aparece como fruto del Espíritu. Al Espíritu Santo se atribuye la concepción de Jesús: Él "cubrirá" a la Virgen con su sombra, y por esta razón lo que nazca de ella será llamado santo (cf. Mt 1, 18., 20; Lc 2, 35); Él desciende sobre Jesús en el bautismo (Mt 3, 16; Mc 1, 10; Lc 3, 32; Jn 1, 32-33); Él le guía al desierto (cf. p.e., Mt 4, 1; c 1, 12; Lc 4,14); Él interviene tambien en la misma Resurrección, pues Cristo murió según la carne, y ha sido vivificado según el Espíritu (1 P 3, 18).
Junto a esto, el Espíritu aparece también en el Nuevo Testamento como donación de Jesús. Jesús es no sólo "el que viene por el Espíritu Santo, sino también el que trae al Espíritu Santo"; "lo trae como don de su misma persona, para comunicarlo a través de la su humanidad". El Mesías no sólo posee la plenitud del Espíritu de Dios, sino que es también el mediador para conceder este Espíritu a todo el pueblo.
El Señor alude repetidas veces a esta característica de su mesianismo. Jesús ora pidiendo al Padre que envíe el Espíritu a los discípulos (cf. Jn 14, 16-17); su partida de este mundo es condición para que venga el Espíritu (cf. Jn 16, 7; 16, 28). Jesús da el Espíritu a sus Apóstoles el día de la Resurrección (cf. Jn 20, 22). En la última aparición, promete a los discípulos que recibirán el poder del Espíritu, que vendrá sobre ellos y serán sus testigos hasta el extremo de la tierra (Hech 1, 8). Finalmente, tras la Ascensión —al cumplirse el día de Pentecostés como destaca San Lucas (cf. Hech 2, 1)— los Apóstoles reciben el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo —escribe Juan Pablo II— "por obra del Hijo, es decir, mediante el misterio pascual, es dado de un modo nuevo a los Apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo entero"*. En la economía de la salvación, la venida del Espíritu Santo está relacionada con el misterio Pascual. La venida del Espíritu Santo es fruto del triunfo de Jesús, triunfo que implica tanto su inmolación en la Cruz —por eso se dice que es fruto de la Cruz—, como su exaltación; y, al mismo tiempo, la venida del Espíritu Santo muestra la profundidad del triunfo de Cristo**.Jesús exaltado, pues, por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, lo ha derramado sobre nosotros, como vosotros mismos estáis viendo y oyendo (Hech 2, 33). Se trata de la donación del Espíritu que da origen y vida a la Iglesia.
A esta donación, poniéndola en dependencia de la exaltación de Jesús, se refiere San Juan en su evangelio. Jesús promete que de quien crea en El manarán ríos de agua viva. Y añade San Juan: Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en El, pues aún no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado (Jn 7, 39). Es claro que la frase no había Espíritu no se refiere a la inexistencia del Espíritu, sino a una forma de presencia que sólo se inaugura con su envío en Pentecostés, es decir, tras la exaltación de Cristo. Se trata de esa presencia que edifica a la Iglesia y que le da unidad, pues es el único Espíritu en el que todos somos bautizados para formar un único cuerpo, todos los que hemos bebido del único Espíritu (1 Cor 12, 12-13). Con Pentencostés se inaugura, pues, el tiempo de la Iglesia, y recibe su último complemento la Redención.