3. LA SALVACIÓN, DON DIVINO Y ASPIRACIÓN HUMANA

Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.

3. Cristo, máximo don de Dios a los hombres

Cristo muerto (Sisto Badalocchio)

En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene, en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de El (1Jn 4, 9; cf. Jn 3, 16-17). Es el máximo don que Dios ha podido hacer a los hombres, pues este don comporta antes que nada la donación de Dios mismo al hombre. La Encarnación es obra del Amor de Dios hacia los hombres y, antes que nada, amoor a Cristo.

El amor es la razón última de toda obra de Dios, también y principalmente, de la Encarnación, máxima comunicación de Dios a una naturaleza creada, la de Cristo, y a través de ella, a la humanidad. Se cumple también aquí el conocido adagio: el bien es difusivo de sí mismo.

Toda obra de Dios no es otra cosa que una comunicación de su bondad y de sus perfecciones. Pueden señalarse tres estadios distintos de esta comunicación de Dios: a) la creación, por la que Dios comunica el ser a las criaturas: Dios es causa eficiente y ejemplar de todo ser creado, de suerte que la creación es reflejo de la bondad y perfecciones divinas; b) la gracia, por medio de la cual Dios se comunica en forma nueva y más estrecha, pues el hombre es hecho, en Cristo, nueva criatura e hijo de Dios; c) finalmente, la encarnación, por medio de la cual el Verbo se comunica sustancialmente a la naturaleza humana de Jesucristo, uniéndola a Sí en unidad de persona.

Cristo es don de Dios a la humanidad, también porque Él es la salvación: "En Él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada, también en nosotros a dignidad sin igual" (1). Jesucristo es el máximo don de Dios a los hombres, porque en Él se realiza el máximo acercamiento de Dios a ellos: en el rostro de Cristo se revela el rostro de Dios.

La libertad divina en la encarnación

Todo esto implica la “gratuidad de la Encarnación” (no es don aquello que se da por necesidad de la naturaleza, o lo que se da por obligación de justicia) y la soberana libertad divina para encarnarse. La Encarnación es fruto de una decisión libre de Dios: es una decisión absolutamente gratuita. Incluso, aún  presupuesto el designio divino de salvar al género humano, esta salvación podría haberse conseguido de muchas otras formas.

La encarnación, como la creación, es una obra ad extra de Dios, puesto que es comunicación de Dios a un ser creado. En consecuencia, no se puede hablar de una necesidad física de la encarnación, de una necesidad interna de Dios, pues eso equivaldría a supeditar a Dios a sus obras ad extra.

Tampoco se puede hablar de una necesidad metafísica de la encarnación, como hacen los defensores del optimismo metafísico, basándose en el siguiente argumento: puesto que Dios es el Sumo Bien, en sus obras ad extra, debe hacer lo mejor; ahora bien, la encarnación es el mayor don que Dios puede hacer a la creación, luego debe encarnarse, que es lo mejor para el mundo. Este argumento es el mismo que el utilizado a la hora de tratar la cuestión de si este mundo es el mejor de los mundos posibles. Esta es la razón, p.e., por la que Malebranche dice que la creación forma un todo indivisible con la encarnación (2). Parecida posición defiende Leibnitz, al hablar de la necesidad moral existente en Dios de crear el mejor de los mundos posibles (3).

Este optimismo filosófico, al hacer necesaria la encarnación —bien sea con necesidad metafísica, bien sea con necesidad moral—,  restringe innecesariamente la libertad de Dios en sus obras ad extra y olvida, por otra parte, que siempre que la Sagrada Escritura se refiere a la encarnación habla de ella como fruto de la misericordia de Dios (cf. p.e., Jn, 3, 16; Rm, 5, 8; Ef, 2, 4 etc.), y nunca como si fuera el resultado de una necesidad existente en Dios.

La encarnación tampoco era necesaria, para la salvación del hombre. Dios podía haber salvado al hombre de muchas otras maneras, sin necesidad de la Encarnación (4), p.e., mediante el perdón sin más de la ofensa cometida por el hombre; podría haber perdonado también esa ofensa mediante una satisfacción que no estuviese basada en la estricta justicia —es decir en una reparación equivalente en valor a la gravedad de la ofensa inferida—, sino en una pequeña reparación aceptada benévolamente por parte de Dios.

San Anselmo argumentaba que la justicia exige a Dios que no perdone el pecado sin la reparación del orden natural lesionado por ese pecado, es decir, que no perdone el pecado sin exigir la reparación de esa ofensa mediante el cumplimiento de la pena debida (5). Esta teoría es comúnmente rechazada, entre otras razones, porque supone un concepto inadecuado de la justicia de Dios y de su libertad en relación con el hombre. La justicia de Dios, en efecto, brota del Amor y no es contraria a la misericordia, sino que está unida inseparablemente a ella. Condonar el pecado sin que mediase reparación no iría contra la justicia de Dios, pues no va contra la justicia el actuar por encima de la justicia (6).



(1) Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, n. 8.

(2) Malebranche, Traité de la nature et de la grâce, diss. I, a. 2, 3.

(3) Leibnitz, Théodicée, essais sur la bonté de Dieu, n. 282.

(4) Así argumenta S. Tomás en muchos lugares, Cfl l  p.e., Summa contra Gentes, IV, 55.

(5) Cfl l . S. Anselmo, Cur Deus homo, I, 14.

(6) Cfl l .  S. Tomás de Aquino, STh, III, q. 46, a. 2, ad 3.