Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.
- Inicio
- 1. Infancia y vida oculta de Jesús
- 2. La vida pública de Jesús
- 3. La muerte de Jesús
- 4. La muerte de Jesús
- 5. La pasión y muerte de Cristo
como oblación sacrificial - 6. La eficacia de la muerte de
Cristo
1. Dimensión redentora de los hechos de la vida de Cristo

Toda acción humana de Jesús, considerada en sí misma, podía ser suficiente para redimir a todo el género humano, por ser acción del Dios-Hombre, mediador perfecto entre Dios y los hombres. Pero la voluntad divina fue que la Redención se operase a través de la Muerte y Glorificación de Cristo: El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día (Lc 9, 22). Este "deber sufrir" apunta hacia un designio del Padre y, en consecuencia, hacia la obediencia del Hijo hecho hombre, de forma que toda su vida en la tierra fue una preparación, un camino, hacia la Cruz y la Resurrección.
Pero los misterios de la vida de Cristo, desde el momento de la Encarnación, no son mera preparación para la Redención, sino que son ya en sí mismos realidad de Redención, pues constituyen con el Misterio Pascual una unidad salvífica. El acto mismo de la Encarnación tuvo ya un sentido redentor y una eficacia salvífica para nosotros. Como leemos en la Epístola a los Hebreos, Por eso, al entrar en este mundo, dice (Cristo): no quisiste sacrificio y oblación; pero me has formado un cuerpo. No te agradaron holocaustos y sacrificios por el pecado. Entonces dije: ¡He aquí que vengo —pues de mí está escrito en el libro— a hacer, oh Dios, tu voluntad (...) Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo (Hb 10, 5-7.10).
La esencia del acto redentor es el amor del Hijo de Dios, en cuanto ofrenda de su Humanidad al Padre por la salvación de los hombres. Este amor se manifiesta en su obediencia al Padre, en el sometimiento de su voluntad humana al designio divino, un sometimiento que es permanente durante toda su existencia: Mi alimento —dice Jesús— es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra (Jn 4, 34); y también: El que me ha enviado está conmigo (...), porque yo hago siempre lo que le agrada a Él (Jn 8, 29). Por esto, toda la vida de Jesús forma —en el designio salvador y en la obediencia al Padre— una unidad con el misterio pascual.