6. LA EFICACIA DE LA MUERTE DE CRISTO

Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.

3. La triple victoria de Cristo

Tentación de Cristo (Duccio)

a) La victoria sobre el pecado

Cuando los fariseos se extrañan de que Jesús sea amigo de pecadores, el Señor declara que no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia (Lc 5, 32). Este llamar a penitencia no era sólo una exhortación a la conversión, sino que era también dar de hecho el perdón de los pecados. Con toda claridad y energía manifiesta el Señor que tiene poder para perdonar los pecados, y de hecho los perdona. Más aún, recurre al milagro más de una vez como signo que muestra que el pecado ha sido perdonado (cf. p.e., Mt 9, 2; Lc 5, 20; 7, 48). Una vez resucitado, con la infusión del Espíritu Santo, el Señor da a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20, 23). Tan central es en su misión el perdón de los pecados, que Jesús habla de este perdón como la razón de la entrega de su cuerpo y de su sangre (cf. Mt 26, 28).

Así, San Pablo escribe a Timoteo: Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores (1 Tm 1, 15; cf. Ef 1, 7). Esta salvación del pecado es una auténtica liberación: Gracias a Dios, vosotros, que érais esclavos del pecado (...) liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia (Rm 6, 17-18). El mismo paralelismo antitético establecido por San Pablo entre Cristo y Adán (Rm 5, 12-21) —Adán como causa del pecado y Cristo como causa de la liberación del pecado—, muestra también la centralidad de la liberación del pecado en la obra salvadora de Cristo. La Iglesia ha comprendido esta centralidad del perdón de los pecados hasta el punto de que la fe "en la remisión de los pecados" forma parte de los artículos del Credo.

La victoria del Señor sobre el pecado es total. Y nos hace partícipes de ella. Cristo con su predicación desenmascara al pecado; lo muestra en su maldad, y lo condena como lo que es: como enemistad con Dios, como expresión demoníaca del egoísmo. Con su obediencia cura nuestra desobediencia y en su justicia somos justificados (cf. Rm 5, 12-21). No sólo expía el pecado  sobreabundantamente —Él es propiciación por nuestros pecados (1 Jn 4, 10)—, sino que tiene el poder de restituir al hombre a la gracia, de hacerle una nueva criatura. Cuando dice "tus pecados te son perdonados", no se trata sólo de una no imputación meramente legal, sino de una auténtica curación. No se trata de un mero recubrimiento exterior, sino de una auténtica transformación interior: de una auténtica aniquilación del pecado.

Son elocuentes los textos de la Sagrada Escritura en que se canta la fidelidad de Dios y su triunfo sobre el mal que emerge de los corazones humanos e invade, en cierto modo, la creación entera (cf. Rm 8, 19-21). Ni la fidelidad de Dios, ni la victoria de Cristo en la cruz, serían propias de la omnipotencia divina, si su eficacia sólo aLcanzase a lo externo del hombre, si sólo consistiese en una justificación extrínseca —un mero recubrimiento con los méritos de Cristo—, y no rehiciese al hombre de nuevo, no lo restaurase a la justicia y santidad en que fue creado.

La victoria de Cristo sobre el pecado comporta la aniquilación del pecado en nosotros. Esta aniquilación incluye el perdón de Dios; incluye también arrancar el mal del corazón del hombre. En Cristo Redentor, "el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propio de su humanidad. En el misterio de la Redención el hombre es confirmado y en cierto modo es nuevamente creado.  ¡Él es creado de nuevo!"*.

La liberación del pecado estriba precisamente en que el hombre, de pecador, es hecho santo, con santidad verdadera. La liberación del pecado es, pues, en cierto modo, una creación, precisamente porque la liberación del pecado consiste en hacer del hombre una nueva criatura en Cristo (cf. Ef 4, 24; Col 3, 10).

La liberación del pecado no consiste sólo en la liberación de la culpa cometida y en la purificación de la deformación que mancha el corazón del hombre. Significa también que el hombre puede —con la gracia de Dios— vencer en sí mismo el poder del pecado, es decir, vencer las tendencias hacia el mal que surgen dentro de él como consecuencia del desorden introducido en la naturaleza por el pecado de origen y por los propios pecados personales. "La dimensión divina de la redención no se actúa solamente haciendo justicia del pecado, sino restituyendo al amor su fuerza creadora en el interior del hombre, gracias a la cual él tiene acceso de nuevo a la plenitud de vida y de santidad que viene de Dios"**.

El hecho de que Cristo haya destruido el pecado y nos haya reconciliado con Dios no significa que los hombres no seamos todavía pecadores. Cuando se dice que Cristo ha destruido el pecado, lo que se afirma es que ha instituido una causa universal de remisión de los pecados, en virtud de la cual pueden ser perdonados todos los pecados y en cualquier tiempo en que se cometan. La comparación clásica al hablar de este asunto, es la del médico que hubiera preparado una medicina capaz de curar cualquier enfermedad: para que llegue a surtir efecto, el individuo debe tomarla.

b) La Victoria sobre el demonio

En la medida en que el hombre es esclavo del pecado, se encuentra también bajo el dominio del demonio, no porque Satanás tenga un derecho sobre el pecador, sino porque tiene un mayor influjo sobre él para inducirlo al mal.

Jesús manifestó desde el principio, como perteneciente a su misión, la victoria sobre Satanás y la destrucción del dominio de éste sobre el mundo. La llegada del reino de Dios implica la destrucción del poder tiránico del demonio. Él es el tentador, que indujo al hombre al pecado, introduciendo así la muerte en el mundo (cf. Gn 3, 15); la antigua serpiente, llamada Diablo o Satanás, que extravía a toda la redondez de la tierra (Ap 12, 9). Él ejerce su poder contra el reino de Dios mediante el engaño y la seducción, pues es mentiroso y padre de la mentira (cf. Jn 8, 44). Mediante esta seducción, el diablo es el dueño del mundo, hasta el punto de que se le califica príncipe de este mundo  (cf. Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11).

Jesús vence ya a Satanás superando las tentaciones (cf. Mt 4, 1-11; Mc 1, 12-13; Lc 4, 1-13); expulsa a los demonios mostrando su poder sobre ellos y también como signo del carácter liberador de su mesianismo (cf. Mc 1, 21-27; 5, 1-20;  7, 24-30; 9, 14-29; Mt 17, 17-18;  Lc 4, 35; 11, 20, etc). Los evangelios ponen de relieve que estas expulsiones forman parte de la lucha de Cristo contra el demonio. Frente a los fariseos que dicen que Jesús expulsa a los demonios por arte de Beelzebul, el mismo Jesús advierte que hace estas curaciones con el poder de Dios, y que en ellas se da un signo de que ha llegado el reino de Dios: Pero si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el reino de Dios ya ha llegado hasta vosotros (Lc 11, 14-22; Cf Mt 12, 43-45), y, a veces, resume la naturaleza de su obra de salvación como una victoria sobre el diablo, cuyo dominio sobre este mundo será destruido: Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera (Jn 12, 31).

La victoria de Jesús sobre Satanás se muestra en toda su rotundidad, porque Jesús le derrota sin utilizar sus armas. No expulsa a los demonios por arte de magia o utilizando poderes terrenos, sino en el dedo de Dios (Lc 11, 20); no vence la mentira con la mentira, sino con la sencillez de la verdad; los poderes diabólicos son vencidos exclusivamente con fuerzas divinas, con el poder de la santidad y de la verdad.

Jesús vence a Satanás —como se pone de relieve en su victoria sobre las tentaciones— porque no busca la adoración de sí mismo, ni el propio engrandecimiento, sino la adoración a Dios (cf. Mt 4, 1-11), mostrando y abriendo así el camino para nuestra lucha contra el demonio. Esta victoria sobre el demonio ya ahora es real, aunque todavía no se le ha arrebatado todo poder de tentar a los hombres. Sin embargo, está verdaderamente vencido, pues no puede conseguir la victoria final, ni tiene ya esperanza de reinar sobre el mundo; en forma velada, pero eficaz, el reino de Dios ha llegado hasta nosotros, y "la Iglesia, aun en la tierra, se reviste de una verdadera, si bien imperfecta santidad"***.

c) La victoria sobre la muerte

La muerte y todo lo que de dolor y frustración se sintetiza en ella, es pena del pecado: por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así la muerte aLcanzó a todos, por cuanto todos pecaron (Rm 5, 12; cf. Gn 2, 17; 3, 17 ss) La liberación del pecado, comporta, pues, la liberación de la muerte, pues estando destruido el pecado, la muerte que procede de él ha sido también aniquilada.

La victoria sobre la muerte es la resurrección de los muertos. Jesucristo venció la muerte mediante su Resurrección; pero también puede decirse que venció la muerte con su propia Muerte, pues con ella expió nuestras culpas y mereció su Resurrección y la nuestra.

Esta victoria de Cristo, por cuanto se refiere a nuestra muerte, tiene un doble efecto. Ante todo, el de nuestra futura resurrección (cf. Rm 8, 10-11; 1Co 15, 20-28); pero tiene también el de la liberación, en esta vida, del temor de la muerte. Cristo vino para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y libertar a cuantos, por temor de la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud (Hb 2, 14-15).

Si bien Dios ha querido que la Redención no nos devuelva inmediatamente la inmortalidad, sino que pasemos a la vida eterna a través de los dolores y angustias propios de la muerte corporal, ésta ya tiene un sentido nuevo para los creyentes en Cristo: el ser paso a la Vida, lo que arrebata a la muerte su horror fundamental. Hemos sido liberados del temor de la muerte y, al final de los tiempos, lo seremos también de la muerte misma, que será totalmente vencida: el último enemigo en ser destruido será la muerte (...) Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad, y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? (1 Co 15, 26. 54-55).

La victoria de Cristo sobre el dolor y sobre la muerte comporta también, por así decirlo, el haberlos cambiado de signo: su negatividad se convierte en positividad****. En efecto, para quien se incorpora a Cristo por la fe y los sacramentos, el dolor, el fracaso y la muerte ya no son la negación de la realización de lo humano, sino auténtica realización trascendente del hombre que, unido a Cristo, corredime con Él. La muerte y la negatividad de la limitación humana se convierten de este modo en cooperación a la redención de la humanidad; la muerte ha perdido su aguijón, absorbida por la victoria (Cf 1 Cor, 15, 55) de Cristo, de la que nosotros participamos. Gracias a esta victoria, "la vida y la muerte son santificadas y adquieren un nuevo sentido"*****: la posibilidad de identificarnos con Cristo y de cooperar con Él —también mediante el dolor y el fracaso— en la salvación del mundo (cf. Col 1, 24). Unidos a Cristo, nuestro dolor y nuestra muerte adquieren el mismo sentido que tuvieron el dolor y la muerte del Redentor; también en ellos se hace presente el reino de Dios, y así somos coherederos de Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser también conglorificados con Él (Rm 8, 17).


* Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, cit., n. 10.
** Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, cit., n. 7.
*** Conc. Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 48.
**** En esta convicción —y no en un sentimentalismo más o menos filantrópico—, radica el aprecio de la Iglesia hacia los que sufren cualquiera de los innumerables dolores que aquejan a la humanidad: en ellos se refleja en forma especial el rostro de Cristo sufriente; ellos son un gran tesoro para la humanidad. Así se puede comprobar, p.e., en la obra del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, quien, por una parte, muestra su aprecio de cristiano hacia el dolor con frases tan radicales como esta: "Bendito sea el dolor.- Amado sea el dolor.- Santificado sea el dolor...¡Glorificado sea el dolor! (Camino, ed. Rialp, Madrid, 1990, 208); por otra, muestra su libertad ante el miedo al dolor o al fracaso: "¡Has fracasado!.- Nosotros no fracasamos nunca.- Pusiste del todo tu confianza en Dios.- No perdonaste, luego, ningún medio humano. Convéncete de esta verdad: el éxito tuyo —ahora y en esto— era fracasar.- Da gracias al Señor y ¡a comenzar de nuevo!" (Camino, n. 404); finalmente, expresa su aprecio por los que sufren, considerándoles no como seres frustrados, sino especialmente portadores de Cristo: "Niño.- Enfermo.- Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula? Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son El" (Camino, n. 419).
***** Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 22.