Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.
- Inicio
- 1. Infancia y vida oculta de Jesús
- 2. La vida pública de Jesús
- 3. La muerte de Jesús
- 4. La muerte de Jesús
- 5. La pasión y muerte de Cristo
como oblación sacrificial - 6. La eficacia de la muerte de
Cristo
2. Los misterios de la infancia de Jesús

Si la esencia del acto redentor se encuentra en la infinita caridad y obediencia de Cristo, la razón por la que podemos recibir los beneficios salvadores de su vida estriba en su característica de Mediador y, particularmente, en su unión con nosotros. En la medida en que se capte lo que implica la encarnación del Verbo, se podrá captar la doctrina cristiana sobre la Redención. En efecto, por la encarnación, el Verbo no sólo se hace hombre, sino que se hace uno de nosotros, hecho de mujer, nacido bajo la ley (Ga 4, 4), es decir, nos toma sobre sí a nosotros y a nuestra historia, que ya no le es ajena.
San Pablo lo describió con frases vigorosas al señalar a Cristo como nuevo Adán: Por consiguiente, como por la transgresión de uno solo llegó la condenación a todos, así también por la justicia de uno solo llega a todos la justificación de la vida (Rm 5, 18). La redención se llevará a cabo por medio de la obediencia del nuevo Adán (Cristo), para borrar con esta obediencia la desobediencia del primero (cf Rm 5, 12 y 19). Así pues, la encarnación trae ya consigo el comienzo de la salvación, pues, al encarnarse, el Verbo toma sobre sí a todo el género humano, y, en cierto sentido, se une a todo hombre*.Esta "solidaridad" con todo el género humano —solidaridad que proviene del hecho mismo de la Encarnación— está en la base de que la "satisfacción" que Cristo ofrece al Padre sea satisfacción por los pecados de la humanidad. Como escribiera Tomás de Aquino, respondiendo a la objeción de que la satisfacción corresponde sólo a aquel que hizo la ofensa —y por lo tanto sólo al pecador mismo—, "la cabeza y los miembros forman como una persona mística. Y, en consecuencia, la satisfacción de Cristo pertenece a todos los fieles como a sus miembros"**. Esta unión de Cristo con todos los hombres, como nuevo Adán, en el hecho mismo de la Encarnación es ya, por eso mismo, una unión salvadora hasta tal punto que, en mariología, se dirá que la Virgen comienza a ser madre de los hombres precisamente en el momento en que se hace Madre de Cristo, Cabeza de la humanidad***.
El origen de Jesús pertenece al misterio. Jesús procedía de Nazaret. El cuarto evangelio recaLca con particular interés que el origen real de Jesús es el Padre, que procede de Él totalmente y de modo distinto a cualquier otro mensajero divino. Los “evangelios de la infancia” nos presentan a Jesús procediendo del misterio incognoscible de Dios, no para eliminar este misterio, sino para confirmarlo.
El misterio de Jesús es antes que nada el misterio de su origen divino — Él es el Hijo del Padre, engendrado por el Padre en un hoy eterno (Cf Sal 2, 8)—, pero, al mismo tiempo, es también el misterio del designio intratrinitario de la Encarnación. La Encarnación del Verbo —clave de la economía de la salvación— es antes que nada iniciativa del Padre. El Hijo es enviado a este mundo; su alimento será cumplir la voluntad de Aquel que le ha enviado (cf. Jn 17, 8 ss; 4, 34).En este contexto adquiere su plena dimensión el texto de Hb 10, 5-7: La Encarnación no es sólo preparación, sino que también es ya cumplimento redentor de la voluntad del Padre.
La insistencia con que Jesucristo llama la atención sobre su misión, es decir, sobre el hecho de haber sido enviado a este mundo, remite al Padre que le envía y, en consecuencia, al origen misterioso de su misión redentora, que se encuentra, antes que nada, en la fidelidad del Padre a su amor a los hombres, "creados a su imagen y ya desde el principio elegidos en este Hijo, para la gracia y la gloria"****.
El misterio del origen de Jesús incluye también la virginidad de su Madre, es decir, una inseparable dimensión pneumatológica, que comporta también esa misteriosa unión con todo hombre, que se deriva de su capitalidad. De ahí esa insistencia paulina a la hora de hablar de nuestra salvación en Cristo, por medio de nuestra configuración con Cristo, mediante un morir y resucitar con El: El amor de Cristo nos apremia, cuando consideramos esto: que si Uno murió por todos, consiguientemente todos murieron; y murió por todos a fin de que quienes viven no vivan ya para sí mismos, sino para Aquel que murió y resucitó con ellos (2 Co 5, 14-15).
* Es elocuente la forma en que lo expresa el Concilio Vaticano II: "Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación (...) En Él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre" (Const. Gaudium et spes, n. 22).
** Cfl l ., Sto. Tomás de Aquino STh III, q. 48, a. 3, ad. 1.
*** Esta maternidad de María—enseña el Concilio Vaticano II—, perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos" (Const. Lumen gentium, n. 62).
**** Cfl l . Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, cit , n. 7.