4. EL VALOR REDENTOR DE LA MUERTE DE CRISTO

Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.

2. Jesucristo, nuevo Adán

Cristo bendeciendo a los niños (Maes)

La capitalidad de Cristo sobre el género humano, su unión con todo hombre, es la perspectiva en que ha de situarse cuanto se diga sobre la Redención. En esta capitalidad se manifiesta en grado supremo su solidaridad con los hombres, que es un misterio cuya existencia está claramente afirmada en el Nuevo Testamento (cf. p.e., Rm 5, 12 ss; Col 1, 13-20). La solidaridad y capitalidad de Cristo sobre todos los hombres es consecuencia de la misma encarnación del Verbo: del Verbo eterno en el que el Padre dice todas las criaturas (creación por y en el Verbo, según Jn 1, 3 y Col 1, 16-17), y que al hacerse hombre abraza, ante el Padre, a todos los hombres.

La encarnación implica no sólo que Cristo es verdadero hombre, sino que toma sobre sí el peso de la historia. Cada hombre lo hace al nacer: desde el nacimiento, se está unido por lazos misteriosos con los antepasados, con el propio pueblo, con todos los hombres. La solidaridad entre los hombres adquiere niveles más profundos cuando se la mira desde la teología: pecado original y comunión de los santos son dos verdades que constituyen buena muestra de esto. La solidaridad de Cristo con la humanidad se encuentra situada a un nivel aún más alto, único: Él es el nuevo Adán, relacionado capitalmente con el género humano aún más estrechamente que el primer Adán: "Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor (...). En Él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre"*.

Al unirse misteriosamente a todo hombre, Aquél que no conoció el pecado fue hecho pecado (cf. 2 Co 5, 21); tomó sobre sí amorosamente nuestra historia hasta tal punto que, sin haber pecado, el pecado le afectaba; nuestros pecados eran, en cierto modo, pecados del Cordero santo e inmaculado en atención a nuestra unión con El, y su satisfacción nuestra satisfacción. Es en el Corazón de Cristo donde Dios reconcilia el mundo consigo (Cf Col 1, 20). Hombre verdadero, amando al Padre con caridad infinita, Cabeza del género humano, sintiendo como propios todos los pecados de quienes son sus miembros, Jesús arde en deseos de reparar, de satisfacer, de borrar nuestra desobediencia con su obediencia. Así el amor y la adoración de Cristo al Padre se expresan en satisfacción, reparación, sacrificio.

Toma sobre sí amorosamente el Señor las consecuencias que, en medio de una generación perversa y adúltera (cf. Mt 12, 39), siguen inevitablemente a la predicación clara del reino de Dios. Padecerá hasta el extremo la persecución por la justicia; y en su fidelidad de testigo del Padre consumará su vida en sacrificio. "A Cristo —escribe Tomás de Aquino— se le dio gracia no sólo en cuanto persona singular, sino en cuanto es cabeza de la Iglesia, para que de El redundase a los miembros. Por esta razón las obras de Cristo son en lo que respecta a El y a sus miembros como las obras de otro hombre —constituido en gracia— con respecto de sí mismo. Ahora bien, es claro que quien en estado de gracia padece por la justicia, merece para sí mismo la salvación, según aquello de Mt 5, 10: bienaventurados los que padecen persecución por la justicia. Por tanto, Cristo no sólo mereció para sí la salvación, sino para todos sus miembros"**.



* Conc. Vaticano  II, Const. Gaudium et spes, n. 22.
** Sto. Tomás de Aquino STh III, q. 48, a. 1, in c.