2. LA VIDA PÚBLICA DE JESÚS

Extraído de: Mateo Seco, Lucas F. y Domingo, Francisco. Cristología. Instituto Superior de Ciencias Religiosas. Universidad de Navarra, 2004.

1. El bautismo y las tentaciones

Bautismo de Cristo (Murillo)

Con el bautismo se inaugura el ministerio público de Jesús, de forma que en la elección de Matías, en palabras de San Pedro, se busca un varón que haya estado todo el tiempo que vivió con nosotros el Señor Jesús, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que fue arrebatado en alto de entre nosotros; uno de ellos sea testigo con nosotros de su resurrección (Hech 1, 22).
Las mismas palabras bautismo, ser bautizado, son empleadas por Jesús en dos momentos posteriores (cf. Mc 10, 38-39; Lc 12, 50) para designar su muerte, con lo que deja clara la relación del bautismo con el misterio pascual, es decir, con el misterio de su muerte y su resurrección. De ahí que San Pablo ponga el bautismo cristiano en relación con el misterio de la muerte, sepultura y resurrección del Señor (Rm 6, 3-4).

En su Bautismo, Jesús, al acercarse a Juan para ser bautizado entre los pecadores con un bautismo de penitencia, se solidariza con los pecadores, sus hermanos, tomando sobre Sí sus crímenes conforme se profetiza en Is 42, 1-9 del Siervo de Yahvé, y hace penitencia con ellos para reconciliarlos con Dios. Se bautiza entre los pecadores, como más tarde morirá entre los malhechores (cf. Mc 15, 27).

De ahí que no sin profundo sentido y en clara asociación de ideas, el Bautista le designe en esa ocasión como el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29), con una referencia cargada de evocaciones en torno al sentido de toda su vida orientada hacia el sacrificio de su muerte. El término Cordero es riquísimo en alusiones sacrificiales: desde el Siervo de Yahvé, comparado a un cordero que sufre en silencio (Is 53, 7) hasta el mismo cordero pascual. La expresión Cordero de Dios es, a su vez, particularísima, pues lleva en sí misma la idea de cordero ofrecido por Dios como un don, y recuerda el sacrificio de Isaac (Gn 22, 1) y el cordero provisto por Dios para sustituir a Isaac.

El Bautismo de Jesús fue, pues, no sólo una preparación para su vida pública, sino también realidad de salvación por su unión indisoluble con la Cruz y la Resurrección: Cristo se somete al rito del bautismo de Juan para salvarnos.

El Bautismo de Jesús es uno de los momentos culminantes en que aparece su relación con el Espíritu Santo y con la santidad: Él es, como implica el propio nombre de Mesías, el Ungido. Los Padres de la Iglesia acostumbraban a explicar la eficacia del Bautismo de Cristo, diciendo que fue entonces cuando Jesús confirió al agua la capacidad de ser materia del nuevo Bautismo que perdonaría verdaderamente los pecados.
El Bautismo de Jesucristo es modelo del bautismo cristiano, que, a su vez, toma su eficacia salvadora de su orientación y de su esencial relación con la Muerte y Resurrección de Cristo: ¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, sepultados con El por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva (Rm 6, 3-4). Este sentido de muerte-resurrección se encuentra también en el mismo simbolismo del Bautismo de Jesús: así como a la Muerte en la Cruz siguió la Resurrección, a la humillación de Jesús al sumergirse en las aguas recibiendo el Bautismo de Juan, siguió la glorificación por el Padre: Y una voz que venía de los cielos decía: Este es mi Hijo amado en quien me complazco (Mt 3, 17).

En razón de la unión hipostática, Cristo era esencialmente impecable. También en razón de la unión hipostática y de su carencia de pecado, Cristo careció del desorden introducido en el hombre por el pecado original. En consecuencia, Cristo no experimentó la tentación desde dentro. Existe en esto unanimidad entre los teólogos. Las razones teológicas que avalan semejante unanimidad han sido ya citadas repetidamente: la infinita santidad de Cristo y su carencia de todo pecado, también del original, que es el que introduce el desorden en el hombre.Esto no quiere decir que no hubiese en el alma y en la carne de Cristo apetencia de lo que era bueno para ellas y rechazo de lo que les era nocivo, o que Cristo no tuviese las pasiones humanas. Decir que Cristo no padeció el desorden de la concupiscencia no equivale a decir que no tuvo sensibilidad. Al contrario, se encuentra adornado de una sensibilidad exquisita, como se muestra en sus reacciones, en su predicación, en sus parábolas. Jesús siente hambre y apetece el comer; tiene sed y sueño, y siente la apetencia de saciarlos; se indigna con ira santa; experimenta el gozo de la amistad; llora con auténtico dolor de hombre; siente miedo y angustia ante la muerte (cf. Mt 26, 37-38).

De ahí que Cristo padeciese auténticas y fuertes tentaciones, sin tener la más minima complicidad con ellas. Las tentaciones no procedían en Él de ningún desorden de su concupiscencia, sino de su orden. Así lo pone Cristo de manifiesto, p.e, en la Oración en el Huerto, cuando dice al Padre: no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc 22, 42). Su naturaleza humana, santa y rectamente ordenada, rechaza lo que le hace daño, como son los tormentos y la muerte, sin que ese rechazo sea desordenado, sino todo lo contrario. Esa misma naturaleza humana, con su acto libre, domina la repulsión que le provocan los tormentos, obedeciendo al Padre.

La Sagrada Escritura habla en lugar destacado de las tentaciones de Cristo, sobre todo en la escena presentada por los sinópticos inmediatamente después del bautismo (Mt 4, 1-11; Mc 1, 12-13; Lc 4, 1-13). Cristo ha tenido la experiencia de la tentación. No se trata de una tentación ab intrínseco, que brota del propio desorden, sino de una tentación ab extrínseco, desde fuera. Pero esto no quiere decir que las tentaciones no hayan sido reales, auténticas. Cristo sintió sobre sí la presión del demonio, la instigación de los hombres, el agobio de las mismas circunstancias, que le pedían que fuese infiel a su misión, que desnaturalizase su mesianismo. Se trata de tentaciones reales, que no implican desorden interior en quien las padece, y que, para ser rechazadas, requieren fortaleza: no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que siendo como nosotros, fue probado en todo, menos en el pecado (Hb 4, 15).

¿Por qué fue tentado Cristo? Bástenos sencillamente recordar que las tentaciones de Cristo han de enmarcarse en el contexto más amplio de la lucha entre Satanás y Cristo, tan fuertemente subrayada en los evangelios. Jesús es atacado por Satanás con todos los medios con que éste cuenta a su aLcance, también con la tentación.
En su materialidad, las tres tentaciones relatadas por los Sinópticos apuntan hacia el mesianismo de Cristo, y guardan un estrecho paralelismo con la interpretación terrena que el judaísmo daba al papel del Mesías. Satanás tienta a Jesús para que oriente su mesianismo en mezquino provecho propio y contra la voluntad del Padre. De hecho, Jesús tuvo que rechazar a lo largo de su vida las presiones de su ambiente, incluso de sus discípulos (cf. p.e., Mt 16, 23). Es la misma tentación que le propondrán los judíos, cuando está ya en la cruz: Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz, y creeremos (Mt 20, 20-22; Mc 10, 37-38).

Las tentaciones de Cristo son numerosas y reales, que Cristo vence con perseverancia, dándonos auténtico ejemplo de cómo luchar contra el mal. El gran tentador de Jesús es Satanás, pero la tentación brota también de sus enemigos, del ambiente, de sus mismos discípulos. En Jesucristo no hay ninguna connivencia con el mal; no reina en sus miembros ninguna ley del pecado (cf. Rm 7, 21-25). Pero es tentado verdaderamente. Y da ejemplo real de cómo se ha de vencer al Maligno. Sus victorias sobre estas tentaciones forman parte de su victoria sobre el príncipe de este mundo (cf. Jn 12, 30; 14, 31; 16 11).

En el plan divino, las tentaciones de Cristo no sólo tienen un sentido pedagógico, sino que forman parte de la lucha y victoria de Cristo sobre el Maligno. La victoria de Cristo sobre el diablo se consumará en la cruz; pero ha comenzado ya —y en forma contundente— mucho antes. Uno de los momentos cruciales de esa lucha y victoria de Jesús han sido precisamente las tentaciones.

Señalemos, finalmente, que Cristo lucha y vence al diablo al vencer sus tentaciones también en cuanto cabeza nuestra. Su victoria sobre la tentación hace posible y se prolonga en nuestra victoria sobre nuestras tentaciones.